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Tanta pavada taraba a un titán, por Juan José Salinas

No puedo dedicar mi vida a desbaratar las muchas mentiras que se dicen sistemática y rutinariamente sobre los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA.

Escribí tres libros y medio sobre ellos y me cansé de repetir que los atentados fueron perpetrados por policías federales, incluyendo sus expertos en explosivos y “plumas” de sus servicios secretos, de ideología nazi, que actuaron como mercenarios.

Y que fueron contratados desde el entorno del entonces presidente Menem, en representación de traficantes de armas y drogas que habían sido “mexicaneados” por los encargados de “lavar” el producto.

De manera que los traficantes no pudieron hacerse con los dólares sorteando los escollos que supone la legislación estadounidense, que obliga a declarar el origen de depósitos de más de mil dólares, tal como hacían habitualmente.

En estos casos, los traficantes, como es obvio, no pueden contar con abogados que defiendan sus derechos y, si quieren cobrar, están obligados a hacer lo mismo que los particulares que contratan pesados especializados en “ablandar” a deudores morosos.

Entre los defraudados no sólo había árabes traficantes de armas, sino también miembros de los servicios de inteligencia israelí que no sólo proveían a dichos traficantes de armamentos sino que también estaban en contra de que Israel llegara a un acuerdo con Siria.

Acuerdo impulsado por el premier Isaac Rabin (en torno a la devolución de la meseta del Golán a cambio de garantías ante el Consejo de Seguridad de la ONU de que jamás se atacaría a Israel desde esas alturas), al que asesinó un tipo vinculado a esos mismos servicios.

Uno de los deudores morosos, de apellido Schwartz, fue liquidado al día siguiente del “bombardero de la AMIA” (Yabrán dixit) en Panamá cuando explotó el avión en el que regresaba desde la ciudad atlántica de Colón a la capital del itsmo. Otras veinte personas entre tripulantes y empresarios fueron, todo indica, “daños colaterales”.

El encubrimiento de los tres atentados fue total desde un primer momento. En el la Embajada de Israel fue el jefe de su seguridad, el israelí Roni Gorni (llegado a ese puesto muy poco antes, y que se había llevado a sus subordinados al Hotel Sheraton dejando a la legación diplomática desguarnecida) el que desvió las investigaciones, dirigiéndolas hacia una supuesta camioneta F-100 que nadie vio en la zona que él se empecinó en sostener que había servido de vehículo-bomba.

Días después llegó a Buenos Aires el jefe de Explosivos de la policía de Tel Aviv, Jacob Levy, quien dijo que a su juicio no había habido ninguna camioneta bomba y se quejó amargamente de que Gorni no le había dado videos de ninguna de las seis cámaras instaladas, lo que habría podido confirmar o desechar la existencia de dicha camioneta.

Y cuando los agentes del Mossad venidos a investigar pidieron que se pusiera el foco en Monzer al Kassar y sus amigos del entorno del presidente Mnem, desde Tel Aviv se les dio orden de regresar.

Siendo el predio de la mansión destruida territorio extranjero, la Corte Suprema, a cargo de la investigación, ni siquiera se pudo determinar con certeza cuantos muertos hubo (se suele hablar de 29 pero solo están registrados 22 óbitos).

En el atentado a la DAIA-AMIA tuvo especial protagonismo un israelí recién llegado y puesto al frente de las refacciones, Aaron Edry, que lo primero que hizo fue abrir una puerta en los fondos del segundo piso (comunicaba con otro edificio de “la cole”, con entrada por la calle Uriburu) por la que el dijo que pudo irse y ponerse a salvo luego de que explotara la primera bomba.

Porque en su primera declaración dijo que hubo dos explosiones (al igual que otros testigos, como el gran Simja Sneh, cuyas declaraciones el juez Juan José Galeano tiró sistemáticamente al cesto de los papeles); en la segunda, para reparar su sincericidio y aleccionado por sus jefes, dijo que había un coche negro con la bandera iraní estacionado a la vuelta, sobre la calle Viamonte.

Ningún dirigente de la AMIA, la DAIA y la OSA estaba en el edificio a la hora del estallido, unos pocos minutos antes de las 10: todos habían sido convocados mas temprano a un acto en la Radio Jai, emisora judía.

La Historia Oficial decía que entre los escombros de la AMIA la policía había encontrado un pedazo de block de motor de una camioneta Renault Trafic cuya numeración había llevado a un delincuente polimorfo, Carlos Telldldín, quien la habría provisto a los terroristas, quienes habrían armado así una Trafic-bomba que habrían utilizado para perpetrar el atentado.

Pero en el juicio quedó claro que la SIDE había llegado a la casa de Telledín antes de que, una semana después del atentado, apareciera ese block de motor.

Y el polícia que había dicho declarado haber encontrado ese block de motor de una Trafic, se desdijo. En realidad, admitió, lo habían encontrado y aportado dos militares israelíes.

Como todo el proceso se basaba en el hallazgo de ese motor, y el juicio amenazaba con desmoronarse, se citó a los señalados militares israelíes. Ambos, ostensiblemente agentes de inteligencia, vinieron desde su país a admitir que, efectivamente, habían sido ellos quienes habían encontrado ese motor.

Sin embargo, tanto el jefe de los bomberos cuando el atentado como quien lo reemplazo tres días después cuando el presidente Menem renovó a toda la plana mayor de la Policía Federal, declararon en el juicio por el encubrimiento que habían visto ese motor antes, dos o tres días después del atentado (es decir antes de su hallazgo por los israelíes) en un patio del Departamento de Explosivos, situado en la esquina de la Avenida Belgrano y Saenz Peña, en el Departamento Central de Policía.

Ahora se ha vuelto a reflotar la SIDE encubridora y se difunde como nuevo un informe refritado ¡hace 22 años! por el equipo del ingeniero Horacio “Jaime” Stiuso (nuevamente el “hombre fuerte” en “la casa”) en base a “papers” del Mossad y la CIA.

En fin, muy pocos queremos saber la verdad por amarga que sea, y la prueba es que casi todos siguen validando la supuesta existencia de camionetas-bomba que nadie vio, a pesar de los muchos testimonios que dan fe de su inexistencia (en la AMIA hubo una, quizá dos camionetas señuelo, para tratar de validar la existencia de la Trafic fantasma) y muchos siguen echándole las culpas al gobierno de Irán cuando no sólo no hay ninguna prueba sino tampoco indicios de peso que apunten, no digo ya contra el gobierno iraní, sino aunque más no sea contra algún persa o ciudadano iraní de cualquier etnia.

Pero lo que quizá sea lo peor en medio de una maraña de mentiras, es que apareció un libro de Alejandro Rua, quien estuvo al frente de la (des) investigación del Poder Ejecutivo, y fue abogado de Memoria Activa, de Héctor Timerman y de la mismísima Cristina Fernández de Kircher.

Rúa vuelve a la carga con la presunta responsabilidad de quien era entonces el agregado cultural de la embajada iraní, Moshen Rabbani, un clérigo acusado sin ninguna prueba.

Ya me ocuparé del libro de Rúa (que dice que consultó con todos los investigadores del atentado pero que a mi, que en esa materia nada me pisa el poncho, ni me consultó ni me quiso recibir) pero les adelantó que en muchos aspectos hace caso omiso de cosas que se descubrieron en los dos juicios (el segundo fue por el encubrimiento y fueron condenados el juez, los fiscales y el banquero y presidente de la DAIA, Rubén Ezra Beraja) y antes y después entre otros, de los libros de Jorge Lanata y Joe Goldman, Gabriel Levinas y los míos.

Rua se basa en cambio en enorme medida en “papers” inverificables de los servicios de inteligencia y carece casi por completo de referencias y notas, sea a pie de página o al final de cada capítulo.

También hace como si no existieran las importantes evidencias encontradas por el grupo de la investigadores de la UFI-AMIA que luego de la muerte del fiscal Nisman revisaron la documentación ocultada (no presentada a la justicia) en distintas “cuevas” de la SIDE.

Por ejemplo la llamada (por la inteligencia estadounidense, presumiblemente la CIA) “Operación Cacerola”, que demuestra fehacientemente que, lejos de querer inculpar a Rabbani, los norteamericanos querían que el religioso se fuera del país y no volviera, de modo de poder seguir acusándolo sin necesidad de presentar prueba alguna.

Es de noche y escribo después de haber asistido en el salón de actos del Colegio de Abogados a la presentación de Apemia, encabezada por Laura Alche, viuda de Guinsberg y Pablo Gitter.

También estuvieron en la mesa su abogado, Martín Alderete, el periodista Alejandro Bercovich y nuestro premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, que cerró el acto diciendo, entre otras cosas, que entiende que los dos atentados no hubieran sido posibles sin una “complicidad interna” (lo que choca por el vértice con lo dicho hace minutos por Tuni Kollmann en Duro de domar: que considera que no hubo complicidad de argentinos en los atentados… como si la historia de Iosi, el espía de la Policía Federal infiltrado en “la cole”, hecha libro por Miriam Lewin y Horacio Lutzky y base luego de la exitosa serie de Daniel Burman (Iosi, el espía arrepentido, que puede verse en Netflix) y mis libros no existieran.

Retomo, podría escribir mucho sobre la presentación de Apemia, el único grupo interesado en la verdad verdadera, pero lo que más me impactó fue lo que descubrió Gitter revisando documentación que la vieja SIDE (que acaba de regresar como si nada después de casi una década, con Stiuso al frente) mantenía lejos de la justicia y de cualquier investigador (lo sintetizo, en rojo, en esta nota ya publicada: https://pajarorojo.com.ar/amia-atentado-la-invencion-del-testigo-a-no-fue-gratis-aunque-si-muy-barata/

Recomiendo leerla o incluso releerla.

Al referirme a la Operación Cacerola (me pregunto por qué la inteligencia norteamericana la llamó así y no tengo respuesta), me olvide de consignar que el número 2 de la SIDE, el almirante Juan Carlos Anchezar se reunió tanto con Rabbani como el embajador de Irán y que de las desgrabaciones de esas charlas queda claro no sólo que la SIDE daba por cierto que Irán no tenía nada que ver con el atentado a la DAIA-AMIA, sino que, además, proponía que la SIDE y el servicio de inteligencia iraní, el Vevak, trabajaran en conjunto para prevenir posibles atentados.

La resignación de que nunca se podrá probar nada (o, incluso, la decisión de que así sea, materializada en el sostenimiento del embeleco de las supuestas camionetas-bomba) está tan extendida que uno, luchando por el esclarecimiento, parece un disfrazado sin carnaval.

Juan José Salinas

 

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