Potencias y límites de las manifestaciones, por Raúl Zibechi

En 2003, millones de personas ganaron las calles de muchas ciudades del mundo para protestar contra la invasión de Irak por Estados Unidos, pergeñada con el falso argumento de la existencia de armas de destrucción masiva.

Ese mismo año, un artículo en The New York Times señalaba que la opinión pública global se había convertido en la segunda superpotencia (https://nyti.ms/42uLZz0).

Dos décadas después, las cosas han cambiado drásticamente; 3.5 millones de manifestantes en las calles de Francia, que representan a los dos tercios que se oponen a la reforma jubilatoria, no consiguieron impedir que el gobierno terminara imponiéndola, pasando por encima de la opinión pública y del parlamento.

En Perú se produjeron mil 327 protestas entre el 7 de diciembre de 2022 y el 20 de febrero de 2023, entre movilizaciones, paralizaciones y plantones, informa la Defensoría del Pueblo (https://bit.ly/3mWLFbK).

También se registraron 145 puntos de bloqueo, 15 comisarías fueron dañadas y cinco aeropuertos tomados, además de un número indeterminado de acciones de menor envergadura.

Pese a esa gigantesca energía colectiva, la presidenta Dina Boluarte sigue en el gobierno, apoyada por las fuerzas armadas y policiales que mataron a más de 60 personas.

En los últimos años hubo revueltas en Ecuador, Chile, Nicaragua, Colombia y Haití, pero el neoliberalismo sigue imperando en toda la región, porque la energía colectiva en las calles se canaliza hacia las urnas.

Las preguntas se acumulan. ¿La manifestación y la protesta ya han perdido su capacidad transformadora y destituyente? El filósofo y sicoanalista Miguel Benasayag recuerda que en mayo de 1968, en Francia, hubo muchísima menos gente en las calles que ahora, pero el poder escuchaba la protesta y la atendía de algún modo. Ahora puede venirse el cielo abajo, que no hay respuestas de arriba.

En este tiempo han cambiado por lo menos tres cosas.

La primera es que el Estado-nación ha sido tomado por asalto por el 1% más rico, el capital financiero y especulativo, para blindar sus intereses. Este es un cambio estructural de larga duración, por lo menos hasta que derrotemos al capitalismo.

La segunda es que ese poder ultraconcentrado, aprendió a manipular a los movimientos con pequeñas concesiones bajo la forma de políticas sociales y al conjunto de la opinión pública mediante los grandes medios de comunicación monopólicos.

La tercera es la que pretendo desarrollar brevemente, ya que las dos anteriores vienen siendo analizadas en diversos espacios. Se trata de cómo el Estado está neutralizando la capacidad destituyente de la lucha de calles, mediante modos de represión muy potentes, pero a la vez novedosos y menos estridentes que las balas de plomo.

Uno es el dispositivo acústico de largo alcance (LRAD), denunciado por Eva Golinguer en 2009, que son “sirenas capaces de ‘torturar’ el oído humano, con un alcance por encima de 500 metros” (https://bit.ly/3Z6AhHA).

Se trata de una guerra sónica capaz de dispersar manifestaciones con granadas aturdidoras.

Venom es un arma utilizada por la policía antidisturbios en Colombia (como parte de arsenales mal llamados menos letales), consistente en 30 tubos que lanzan proyectiles simultáneos capaces de diseminar grandes cantidades de sustancias químicas irritantes en un área amplia casi al instante (https://bit.ly/3JuZh5P).

El arma ha sido denunciada por organismos de derechos humanos, incluyendo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Las balas de goma merecen trato aparte, ya que han producido miles de mutilaciones y estallidos oculares, sobre todo en Chile, además de otros daños físicos y decenas de muertes.

Amnistía Internacional y la Fundación Omega piden un tratado internacional que prohíba el comercio y el uso de balas de goma (https://bit.ly/3Tzcxe1).

En Naciones Unidas se presentó un informe de la relatora especial para la promoción de los derechos humanos, donde su autora Fionnuala Ní Aoláin, denuncia “la adopción de tecnologías de alto riesgo y altamente intrusivas, como las tecnologías biométricas, la inteligencia artificial (IA), la vigilancia con software espía o los drones” (https://bit.ly/3n84OYm).

La gama de formas represivas que van desde el disparo con fusiles y la introducción de provocadores hasta el uso de datos biométricos, pasando por asesinatos selectivos camuflados como muertes extrajudiciales o atribuibles al narcotráfico (que en algunos lugares ya nombramos como polinarcos), amplían exponencialmente la capacidad de los estados de neutralizar la protesta.

Seguiremos acudiendo a manifestaciones y protestando. Pretendo advertir que no alcanza con protestar, que necesitamos requilibrar nuestras energías.

Debemos dedicarnos día a día a construir nuestros mundos nuevos, diferentes y autónomos, porque el sistema ha encontrado formas y modos de neutralizar la calle para evitar la destitución de sus gobiernos.

Raúl Zibechi

La Jornada

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